domingo, 30 de noviembre de 2008

Multa paucis



El maestro.

A P.M., que me contó esta historia.

Cerró la puerta de casa de un tirón. Luego bajó en el ascensor, cruzó el zaguán y, poniendo un pie en la calle, pensó: «¿Cómo será, Dios mío, cómo será?» Se puso el abrigo y empezó a caminar apresuradamente; cruzaba los pasos de peatones sin mirar, como un sonámbulo, y repetía todo el tiempo: «¿Cómo será, Dios mío, cómo será?»
Al llegar a una esquina giró a la derecha y a continuación enfiló una callejuela. Quería evitar la puerta del café al que acudía a diario. Imaginó que allí estarían sus conocidos, abotargados, borrosos tras el humo del cigarro. «¿Adónde vas con tanta prisa, Luis?», preguntarían. Mientras avanzaba, sintió que perdería un tiempo precioso explicándoles lo que llevaba entre manos.
Siguió andando a buen ritmo, sin alzar la vista del suelo más que para mirar su reloj, y pronto alcanzó el bulevar de plataneras. Sólo entonces, al sentir el aire cálido en sus sienes plateadas, se apeó de su obsesión pensando que no tardaría en llegar la primavera.
Finalmente arribó a su destino. Nunca había tardado tan poco. Aquello le animó: pensó que aún estaba en forma. Llamó al interfono con energía e inmediatamente le abrieron. Entró al inmueble, que era inmenso y oscuro, y en la fresca penumbra del rellano sintió frío. Aunque traía el abrigo en la mano desde la mitad del camino, notaba toda la espalda transpirada. Entonces, sorprendido, vio que el ascensor se encontraba averiado y se resignó a subir los nueve pisos a pie.
Tenía tantas ganas de llegar que subió las escaleras de una vez. Cuando alcanzó el taller las gotas de sudor le caían por la cara como si acabara de salir de la ducha. Necesitó un par de minutos para retomar el aliento y poder hablar. Mientras tanto, Juan le esperaba con la puerta abierta.
–Entra —dijo—. Después, di sinceramente qué te parece.
La pieza estaba en el centro del taller, sobre un pedestal, en la semioscuridad de la habitación. Se hallaba tapada misteriosamente con una sábana y todo a su alrededor parecía cubierto de un polvillo marrón salpicado con pepitas del mismo color.
-¿A qué esperas? —dijo Luis con impaciencia—. Vamos, destápala.
Juan levantó la persiana y la luz entró a raudales por el ventanal. Luego se acercó a la pieza y pellizcó la tela con la punta de los dedos.
—Aquí la tienes —dijo.
Luis tardó varios segundos en reaccionar. Se acercó. Dio varias vueltas en torno a la obra como un galgo rodeando una presa recién abatida. Mantenía los ojos achinados y casi la rozaba con la punta de su nariz corva.
—Es perfecta —exclamó al fin; y a la vez que decía esto vio que Juan se relajaba desinflándose como un globo.
—Ahora sólo falta el toque del maestro —dijo Juan.
En efecto, se podía decir que era una verdadera obra de arte, con el mérito añadido de ser la primera escultura de un pintor. Luis no podía dejar de observarla: «Ése soy yo», se decía, divertido, «Ése soy yo». Bromeando, la imaginó con sus gafas de miope, con un sombrero, con su gorra de pasear. Se figuró que de tan realista podría empezar a hablar en cualquier momento. No veía qué podía faltarle.
Pero Juan insistía en que necesitaba el toque final. Para conseguirlo tenían que bajar la pieza hasta el garaje y llevarla en coche a la casa del maestro.
Al principio intentaron sacarla entre los dos, sosteniendo cada uno por un extremo; pero pronto vieron que podrían lastimarla. Entonces decidieron que la bajarían por turnos. Al hacerlo comprobaron que la obra pesaba más de lo imaginado. Fue Juan, el más fuerte de los dos, quien logró sacarla hasta el descansillo mientras Luis mantenía la puerta abierta. Ignoraban que ahora venía lo más difícil.
El descenso de los nueve pisos fue penoso. Debieron turnarse infinitas veces para transportar la pieza. Tardaron más de una hora en descender las nueve plantas y la obra estuvo a punto de despeñarse escaleras abajo en varias ocasiones. Al llegar al garaje tenían la espalda dolorida y los brazos entumecidos, rígidos como garrotes. Habían afrontado el descenso con optimismo, pero ahora no sería fácil decir quién traía peor humor.




Salieron del garaje. Tomaron la carretera y circularon sin sobresaltos hasta las afueras de la ciudad. Venían algo más calmados, sintiendo el airecillo tibio, cuando, de repente, todo estuvo a punto de irse al traste. Mientras avanzaban por una avenida, otro vehículo cambió de carril invadiendo el que ellos ocupaban. Sin dar intermitente, abandonó la calzada principal para tomar una salida a mano derecha. «¡Frena!», gritó Luis, y viendo que no detenía el coche dio otro alarido que sonó como un balazo: «¡Para!». Juan pisó el freno a fondo y los dos automóviles evitaron el impacto por unos centímetros.
La pieza, por suerte, estaba intacta.
Cuando llegaron aún no se habían repuesto del susto. Abrió la puerta un ayudante del maestro, quien les invitó a pasar al salón. Allí, indicó que esperaran: «No tardará en llegar». Sentados en un sofá observaron las paredes y estanterías repletas de condecoraciones y fotografías del maestro con personajes ilustres. Sus esculturas poblaban todos los rincones de la sala. La habitación, pensaron con desagrado, era lo El maestro llegó pronto. Apareció caminando muy despacio, con un guardapolvo de hule y restos de arcilla por los antebrazos. Tenía el pelo cano y el rostro arrugado. Cuando les saludó notaron sus manos pequeñas y su piel fina, como de mujer. Había sido avisado de la visita con antelación, pero parecía estar de mal humor, como si acabaran de interrumpir su trabajo.
–Dígame qué le parece –dijo Juan, sin poder aguantar un segundo más, mientras hacía el ademán de levantar la sábana.
–Aquí no –atajó el maestro–. Mejor vamos al taller.
Avanzaron por un pasillo hasta llegar al taller. Cuando se abrió la puerta les impresionó ver el caos que reinaba en él. El lugar apestaba a una mezcla de arcilla y resina y las gubias, cinceles, martillos y otras mil herramientas que yacían por el suelo daban la sensación de que por allí acababa de pasar un huracán. Por todas partes había esbozos de figuras así como imágenes amorfas, algunas de ellas descabezadas.
El maestro apartó unos trastos con el pie y señaló un pedestal.
—Ponedla aquí sin la sábana —dijo.
Los amigos obedecieron inmediatamente.
Al verla, el maestro permaneció unos segundos en silencio, sin pestañear. Miró la parte posterior unos instantes. Después escrutó los laterales y tanteó el volumen por los costados, palpando con las yemas de los dedos. Tras limpiarse en el guardapolvo giró la figura y se separó para observarla con más perspectiva. Hasta el momento no realizaba correcciones. Sólo interrumpía su silencio con breves gruñidos, de los que no se desprendía valoración alguna. Entretanto, Luis y Juan le miraban atónitos, sin atreverse a pronunciar una palabra.
Lo inesperado llegó al examinar la parte anterior, la más importante. Para sorpresa de los dos amigos, el maestro desgarró la oreja izquierda y la aplastó violentamente sobre la cabeza.
—Está mal —dijo.
A continuación hizo lo mismo con la otra oreja, solo que esta vez esclafó el barro con más fuerza.
—Mal —insistió—. Está mal.
Luis y Juan se miraron perplejos, sin saber qué hacer. Al mismo tiempo, el maestro comenzó a dar vueltas por la estancia requiriendo su escoba.
—¿Dónde estás, maldita? —repetía en voz alta.
Miró en los armarios, por debajo de las mesas y entre los infinitos trastos arramblados por la habitación.
—¿Dónde estás, maldita?
«¿Para qué demonios querrá la escoba?», se preguntaron.
La respuesta no se hizo esperar. El maestro encontró la escoba detrás de la puerta. Sin apartar la vista de la figura la blandió firme con ambas manos. Entonces se acercó y le descerrajó un golpe que hendió la cabeza en dos mitades limpias, como un cuchillo tajando un limón.
Los amigos se quedaron paralizados.
—Pero ¿qué hace? —exclamaron.
El maestro no respondió. Siguió ensañándose con la figura, propinándole unas sacudidas eléctricas, brutales, que dolían a los amigos como si ellos mismos recibieran los golpes.
En ese momento, alertado por el ruido, entró en la habitación el ayudante del maestro.
—¿Qué es este alboroto? —preguntó.
Al oírle, el maestro detuvo su arranque de ira. Se giró escoba en mano y le miró con expresión de lunático.
—Una provocación —contestó—. Es una provocación .


Gonzalo Gómez Montoro.

Ilustraciones de Urko Ugarte.

2 comentarios:

rubencastillogallego dijo...

Hermoso cuento, Gonzalo. Ya lo conocía (me lo dejaste hace tiempo) y me sigue pareciendo tan fresco como el primer día.
Un abrazo

Marta Zafrilla dijo...

Me alegra leerte en la red, Gonzalo.
Saludos también para ti, Ugarte.