miércoles, 22 de julio de 2009

Portada


Entrevista

José María Merino, escritor.

"La poesía me enseñó a valorar cada palabra"






















Estudió derecho, se dio a conocer como poeta, es uno de los maestros del cuento en castellano : José María Merino.


¿ La vida es un diccionario ?

- Digamos que en el diccionario están todos los elementos que representan la vida, y que no son otros que las palabras. Sin ellas habría vida, naturalmente, pero no lo sabríamos. Es lo que les sucede al resto de los animales…

El filandón.

- La reunión vespertina invernal, con las faenas del campo terminadas y la nieve cubriéndolo todo, en la que se hilaba (“filaba”) mientras se contaban cuentos, leyendas, sucesos…Muy propio de León y de otros espacios del norte. Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio y yo hemos creado un “filandón posmoderno” en el que, además de hablar, leemos cuentos cortos de nuestra propia cosecha…Tenemos mucho éxito, lo que demuestra que a la gente le gustan las veladas literarias, rurales o urbanas...

El sitio de Tarifa.

- Mi primer libro de poemas, el primero de todos mis libros, se titula así y habla de un asedio, de los hijos secuestrados como elementos de acoso por parte del enemigo…De los que tuvimos la educación del franquismo. Una parábola en forma poemática de la posguerra que yo viví de niño y adolescente.

La mano de la hormiga.

- El microrrelato de Juan Ramón Jiménez que lleva ese título hace una hermosa defensa del género. Pero ojo, no vale cualquier hormiga, hace falta que quiera y que sepa escribir un cuento, por pequeño que sea. Que tenga mano de verdad, vamos.

El sillón m.

- Confortable. Rodeado de una compañía sabia y amistosa. Espero seguir disfrutando de él muchos años y ayudando, dentro de mis posibilidades, a que el diccionario se siga ordenando de modo racional y coherente y a que haya armonía en el inmenso y vigoroso campo de la lengua española.

¿ Una novela es una isla ?

- Desde el punto de vista del escritor, puede ser una isla, perdida, desconocida, a la que es arrojado como un náufrago y empieza a descubrirla, a entenderla…Pero también puede ser una selva de la que sabe muy poco y cuyas dimensiones y características va desvelando. En ambos casos necesita esfuerzo, paciencia y buena suerte. Para el lector, la isla ya está colonizada y la selva, domesticada, aunque también a él le corresponde colaborar en el resultado….

¿ Continúa escribiendo poesía ?

- No. La poesía me enseñó a valorar cada palabra, pero yo era un poeta de baladas, un narrador de historias, y es lo que sigo siendo.

Cultiva la narrativa juvenil, ¿ cómo era el José María Merino adolescente ?

- He cultivado la narrativa juvenil y la infantil en algunas ocasiones, procurando que el Merino adolescente, que era un soñador que leía mucho, un lector riguroso y crítico, a pesar de su edad, hasta con las novelas de aventuras, no se avergonzase de lo que he escrito, si hubiese podido caer en sus manos.

Háblenos de sus viajes por Latinoamérica.

- La descubrí por casualidad –ya sé que no fui el primero- y me interesó como extraño espejo de mi propia cultura, de mi costumbre. Luego fui conociéndola cada vez más y siempre que viajo por allí siento lo mismo: lo familiar que a la vez puede resultar muy insólito, desconcertante. Mi lengua con muchas melodías. Un vocabulario que nos desborda a todos. Culturas a la vez reconocibles e irreconocibles.

¿ Cómo ve José María Merino la literatura infantil y juvenil actual ?

- La conozco poco. Ya dije antes que yo he escrito poca literatura infantil y juvenil: solamente en tres ocasiones, y el último libro hace once años…No puedo opinar con demasiado fundamento, porque además creo que hay una producción incesante, inabarcable. Sin embargo, creo que hay mucha vitalidad en el género.

¿ Qué le aporta el micro-relato frente al cuento o la novela ?

- He practicado el minicuento porque me gusta experimentar con todo lo que ofrezca nuevas posibilidades expresivas en el ámbito literario. El minicuento es el colmo de la síntesis, de la concisión: el espacio mínimo para que una historia se mueva. Precisamente por esa concisión resulta un arte difícil.

La sima.

- Una novela que escribí con mucha desazón, porque trata de ese cainismo que nos enfrenta desde hace tantos siglos a los españoles y en el que no solo veo las muchas guerras civiles que hemos mantenido, sino una actitud que está en el fondo de otros fenómenos, como ciertas formas de nacionalismo radical: el odio al vecino, al hermano. Y por supuesto, el odio a todo el que no piense como nosotros, que no sea de nuestra secta.

Recomiéndenos un libro (o unos libros).

- “Nosotros”, de Evgeni Zamiatin, (Akal) precedente directo de “1984” de George Orwell y de “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, por lo menos. “Los frutos de la niebla”, de Luis Mateo Díez (Alfaguara), el conjunto de tres novelas cortas con el que da cima a sus “Fábulas del sentimiento” y “El hombre de los dos corazones” de Ana Merino (Anaya) y no por amor de padre, sino porque es una magnífica novela juvenil…

¿ En qué está trabajando actualmente ?

- Me gusta alternar novela y cuento. Tras “La sima” estoy escribiendo cuentos y minicuentos…aunque sin perder de vista los apuntes para una novela que continúe el ciclo “Los espacios naturales” que comencé con “El lugar sin culpa”.


Ilustración : Urko Ugarte.

martes, 21 de julio de 2009

Ars
















Muestra antológica del escultor Ricardo Ugarte (Pasajes San pedro,Guipúzcoa 1942) en la ganbara del Koldo Mitxelena. Hasta el 5 de septiembre.























Exposición de Urko Ugarte en Torre Luzea (Zarautz). Hasta el 2 de agosto.

Poéticas


Cosmopolitismo.

¡ Cómo fatiga y cansa, cómo abruma,
el suspirar mirando eternamente
los mismos campos y la misma gente,
los mismos cielos y la misma bruma !

Huir quisiera por la blanca espuma
Y al sol lejano calentar mi frente.
¡ Oh si me diera el río su corriente !
¡ Oh si me diera el águila su pluma !

Yo no seré viajero arrepentido
Que al arribar a playas extranjeras
Exhale de sus labios un gemido.

Donde me estrechen generosas manos,
Donde me arrullen tibias primaveras,
Ahí veré mi patria y mis hermanos.


Manuel González Prada (Lima, Perú 1844-1918).




Yo voy soñando caminos.

Yo voy soñando caminos
De la tarde. ¡ Las colinas
Doradas, los verdes pinos,
Las polvorientas encinas !

¿ Adónde el camino irá ?
Yo voy cantando, viajero
A lo largo del sendero...
-La tarde cayendo está-.

“En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día :
ya no siento el corazón.”

Y todo el campo un momento
se queda mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento,
en los álamos del río.

La tarde más se oscurece,
Y el camino, que serpea,
Y débilmente blanquea,
Se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir :
“Aguda espina dorada,
¡ quién te pudiera sentir
en el corazón clavada !”


Antonio Machado (Sevilla, 1875-Collioure, Francia 1939)

Multa paucis




















China.

Por un lado el muro gris de la Universidad. Enfrente, la agitación maloliente de las cocinerías alterna con la tranquilidad de las tiendas de libros de segunda mano y con el bullicio de los establecimientos donde hombres sudorosos horman y planchan, entre estallidos de vapor. Más allá, hacia el fin de la primera cuadra, las casas retroceden y la acera se ensancha. Al caer la noche, es la parte más agitada de la calle. Todo un mundo se arremolina en torno a los puestos de fruta. Las naranjas de tez áspera y las verdes manzanas, pulidas y duras como el esmalte, cambian de color bajo los letreros de neón, rojos y azules. Abismos de oscuridad o de luz caen entre los rostros que se aglomeran alrededor del charlatán vociferante, engalanado con una serpiente viva. En invierno, raídas bufandas escarlatas embozan los rostros, revelando sólo el brillo torvo o confiado, perspicaz o bovino, que en los ojos señala a cada ser distinto. Uno que otro tranvía avanza por la angosta calzada, agitando todo con su estruendosa senectud mecánica. En un balcón de segundo piso aparece una mujer gruesa envuelta en un batón listado. Sopla sobre un brasero, y las chispas vuelan como la cola de un cometa. Por unos instantes, el rostro de la mujer es claro y caliente y absorto.
Como todas las calles, ésta también es pública. Para mí, sin embargo, no siempre lo fue. Por largos años mantuve el convencimiento de que yo era el único ser extraño que tenía derecho a aventurarse entre sus luces y sus sombras.
Cuando pequeño, vivía yo en una calle cercana, pero de muy distinto sello. Allí los tilos, los faroles dobles, de forma caprichosa, la calzada poco concurrida y las fachadas serias hablaban de un mundo enteramente distinto. Una tarde, sin embargo, acompañé a mi madre a la otra calle. Se trataba de encontrar unos cubiertos. Sospechábamos que una empleada los había sustraído, para llevarlos luego a cierta casa de empeños allí situada. Era invierno y había llovido. Al fondo de las bocacalles se divisaban restos de luz acuosa, y sobre los techos cerníanse aún las nubes en vagos manchones parduscos. La calzada estaba húmeda, y las cabelleras de las mujeres se apegaban, lacias, a sus mejillas. Oscurecía.
Al entrar por la calle, un tranvía vino sobre nosotros con estrépito. Busqué refugio cerca de mi madre, junto a una vitrina llena de hojas de música. En una de ellas, dentro de un óvalo, una muchachita rubia sonreía. Le pedí a mi madre que me comprara esa hoja, pero no prestó atención y seguimos camino. Yo llevaba los ojos muy abiertos. Hubiera querido no solamente mirar todos los rostros que pasaban junto a mí, sino tocarlos, olerlos, tan maravillosamente distintos me parecían. Muchas personas llevaban paquetes, bolsas, canastos y toda suerte de objetos seductores y misteriosos. En la aglomeración, un obrero cargado de un colchón desarregló el sombrero de mi madre. Ella rió, diciendo:
-¡Por Dios, esto es como en la China!
Seguimos calle abajo. Era difícil eludir los charcos en la acera resquebrajada. Al pasar frente a una cocinería, descubrí que su olor mezclado al olor del impermeable de mi madre era grato. Se me antojaba poseer cuanto mostraban las vitrinas. Ella se horrorizaba, pues decía que todo era ordinario o de segunda mano. Cientos de floreros de vidrio empavonado, con medallones de banderas y flores. Alcancías de yeso en forma de gato, pintadas de magenta y plata. Frascos de bolitas multicolores. Sartas de tarjetas postales y trompos. Pero sobre todo me sedujo una tienda tranquila y limpia, sobre cuya puerta se leía en un cartel: "Zurcidor Japonés".
No recuerdo lo que sucedió con el asunto de los cubiertos. Pero el hecho es que esta calle quedó marcada en mi memoria como algo fascinante, distinto. Era la libertad, la aventura. Lejos de ella, mi vida se desarrollaba simple en el orden de sus horas. El "Zurcidor Japonés", por mucho que yo deseara, jamás remendaría mis ropas. Lo harían pequeñas monjitas almidonadas de ágiles dedos. En casa, por las tardes, me desesperaba pensando en "China", nombre con que bauticé esa calle. Existía, claro está, otra China. La de las ilustraciones de los cuentos de Calleja, la de las aventuras de Pinocho. Pero ahora esa China no era importante.
Un domingo por la mañana tuve un disgusto con mi madre. A manera de venganza fui al escritorio y estudié largamente un plano de la ciudad que colgaba de la muralla. Después del almuerzo mis padres habían salido, y las empleadas tomaban el sol primaveral en el último patio. Propuse a Fernando, mi hermano menor:
-¿Vamos a "China"?
Sus ojos brillaron. Creyó que íbamos a jugar, como tantas veces, a hacer viajes en la escalera de tijeras tendida bajo el naranjo, o quizás a disfrazarnos de orientales.
-Como salieron -dijo-, podemos robarnos cosas del cajón de mamá.
-No, tonto -susurré-, esta vez vamos a IR a "China".
Fernando vestía mameluco azulino y sandalias blancas. Lo tomé cuidadosamente de la mano y nos dirigimos a la calle con que yo soñaba. Caminamos al sol. Íbamos a "China", había que mostrarle el mundo, pero sobre todo era necesario cuidar de los niños pequeños. A medida que nos acercamos, mi corazón latió más aprisa. Reflexionaba que afortunadamente era domingo por la tarde. Había poco tránsito, y no se corría peligro al cruzar de una acera a otra.
Por fin alcanzamos la primera cuadra de mi calle.
-Aquí es -dije, y sentí que mi hermano se apretaba a mi cuerpo.
Lo primero que me extrañó fue no ver letreros luminosos, ni azules, ni rojos, ni verdes. Había imaginado que en esta calle mágica era siempre de noche. Al continuar, observé que todas las tiendas habían cerrado. Ni tranvías amarillos corrían. Una terrible desolación me fue invadiendo. El sol era tibio, tiñendo casas y calle de un suave color de miel. Todo era claro. Circulaba muy poca gente, éstas a paso lento y con las manos vacías, igual que nosotros.
Fernando preguntó:
-¿Y por qué es "China" aquí?
Me sentí perdido. De pronto, no supe cómo contentarlo. Vi decaer mi prestigio ante él, y sin una inmediata ocurrencia genial, mi hermano jamás volvería a creer en mí.
-Vamos al "Zurcidor Japonés" -dije-. Ahí sí que es "China".
Tenía pocas esperanzas de que esto lo convenciera. Pero Fernando, quien comenzaba a leer, sin duda lograría deletrear el gran cartel desteñido que colgaba sobre la tienda. Quizás esto aumentara su fe. Desde la acera de enfrente, deletreó con perfección. Dije entonces:
-Ves, tonto, tú no creías.
-Pero es feo -respondió con un mohín.
Las lágrimas estaban a punto de llenar mis ojos, si no sucedía algo importante, rápida, inmediatamente. ¿Pero qué podía suceder? En la calle casi desierta, hasta las tiendas habían tendido párpados sobre sus vitrinas. Hacia un calor lento y agradable.
-No seas tonto. Atravesemos para que veas -lo animé, más por ganar tiempo que por otra razón. En esos instantes odiaba a mi hermano, pues el fracaso total era cosa de segundos.
Permanecimos detenidos ante la cortina metálica del "Zurcidor Japonés". Como la melena de Lucrecia, la nueva empleada del comedor, la cortina era una dura perfección de ondas. Había una portezuela en ella, y pensé que quizás ésta interesara a mi hermano. Sólo atiné a decirle:
-Mira... -y hacer que la tocara.
Se sintió un ruido en el interior. Atemorizados, nos quitamos de enfrente, observando cómo la portezuela se abría. Salió un hombre pequeño y enjuto, amarillo, de ojos tirantes, que luego echó cerrojo a la puerta. Nos quedamos apretujados junto a un farol, mirándole fijamente el rostro. Pasó a lo largo y nos sonrió. Lo seguimos con la vista hasta que dobló por la calle próxima.
Enmudecimos. Sólo cuando pasó un vendedor de algodón de dulces salimos de nuestro ensueño. Yo, que tenía un peso, y además estaba sintiendo gran afecto hacia mi hermano por haber logrado lucirme ante él, compré dos porciones y le ofrecí la maravillosa sustancia rosada. Ensimismado, me agradeció con la cabeza y volvimos a casa lentamente. Nadie había notado nuestra ausencia. Al llegar Fernando tomó el volumen de "Pinocho en la China" y se puso a deletrear cuidadosamente.
Los años pasaron. "China" fue durante largo tiempo como el forro de color brillante en un abrigo oscuro. Solía volver con la imaginación. Pero poco a poco comencé a olvidar, a sentir temor sin razones, temor de fracasar allí en alguna forma. Más tarde, cuando el mundo de Pinocho dejó de interesarme, nuestro profesor de box nos llevaba a un teatro en el interior de la calle: debíamos aprender a golpearnos no sólo con dureza, sino con técnica. Era la edad de los pantalones largos recién estrenados y de los primeros cigarrillos. Pero esta parte de la calle no era "China". Además, "China" estaba casi olvidada. Ahora era mucho más importante consultar en el "Diccionario Enciclopédico" de papá las palabras que en el colegio los grandes murmuraban entre risas.
Más tarde ingresé a la Universidad. Compré gafas de marco oscuro.
En esta época, cuando comprendí que no cuidarse mayormente del largo del cabello era signo de categoría, solía volver a esa calle. Pero ya no era mi calle. Ya no era "China", aunque nada en ella había cambiado. Iba a las tiendas de libros viejos, en busca de volúmenes que prestigiaran mi biblioteca y mi intelecto. No veía caer la tarde sobre los montones de fruta en los kioscos, y las vitrinas, con sus emperifollados maniquíes de cera, bien podían no haber existido. Me interesaban sólo los polvorientos estantes llenos de libros. O la silueta famosa de algún hombre de letras que hurgaba entre ellos, silencioso y privado. "China" había desaparecido. No recuerdo haber mirado, ni una sola vez en toda esta época, el letrero del "Zurcidor Japonés".
Más tarde salí del país por varios años. Un día, a mi vuelta, pregunté a mi hermano, quien era a la sazón estudiante en la Universidad, dónde se podía adquirir un libro que me interesaba muy particularmente, y que no hallaba en parte alguna. Sonriendo, Fernando me respondió:
-En "China"...
Y yo no comprendí.

José Donoso (Santigo de Chile,Chile 1924-1996).

Fragmenteando






















“ Iquitos, 26 de agosto de 1956


Querida Chichi :
Perdona que no te haya escrito tanto tiempo, estarás rajando de tu hermanita que tanto te quiere y diciendo furiosa por qué la tonta de Pocha no me cuenta cómo le ha ido allá, cómo es la Amazonía. Pero, la verdad, Chichita, aunque desde que llegué he pensado mucho en ti y te he extrañado horrores, no he tenido tiempo para escribirte y tampoco ganas (¿no te enojes, ya?) ahora te cuento por qué. Resulta que Iquitos no la ha tratado muy bien a tu hermanita, Chichi. No estoy muy contenta con el cambio, las cosas aquí van saliendo mal y raras. No te quiero decir que esta ciudad sea más fea que Chiclayo, no, al contrario. Aunque chiquita, es alegre y simpática, y lo más lindo de todo, claro, la selva y el gran río Amazonas, que una siempre ha oído es grande como mar, no se ve la orilla y mil cosas más, pero en realidad no te lo imaginas hasta que lo ves de cerca : lindísimo. Te digo que hemos hecho varios paseos en deslizador (así llaman acá a las lanchitas), un domingo hasta Tamshiyaco, un pueblito río arriba, otro a uno de nombre graciosísimo, San Juan de Munich, y otro hasta Indiana, un pueblito río abajo que lo han hecho todo prácticamente unos padres y madres canadienses, formidable ¿no te parece?, que se vengan desde tan lejos a este calor y soledad para civilizar a los chunchos de la selva. Fuimos con mi suegra, pero nunca más la llevaremos en deslizador, porque las tres veces se pasó el viaje muerta de miedo, prendida de Panta, lloriqueando que nos íbamos a volcar, ustedes se salvarán nadando pero yo me hundiré y me comerán las pirañas (que ojalá fuera verdad, Chichita, pero las pobres pirañas se envenenarían). Y después, a la venida, quejándose de las picaduras porque, te digo, Chichita, una de las cosas terribles aquí son los zancudos y los izangos (zancudos de tierra, se esconden en el pasto), la tienen a una todo el día pura roncha, echándose repelentes y rascándose. Ya ves, hija, los inconvenientes de tener la piel fina y la sangre azul, que a los bichitos les provoca picarte (jajá).
Lo cierto es que si a mí la venida a Iquitos no me ha resultado buena, para mi suegra ha sido fatal. Porque allá en Chiclayo ella estaba feliz, tú sabes cómo es de amiguera, haciendo vida social con los vejestorios de la Villa Militar, jugando canasta todas las tardes, llorando como una Magdalena con sus radioteatros y dando sus tecitos, pero lo que es aquí, eso que le gusta tanto a ella, eso que la hacíamos renegar diciéndole "su vida de conventillo" (uy, Chichi, me acuerdo de Chiclayo y me muero de pena) aquí no lo va a tener, así que le ha dado por consolarse con la religión, o, mejor dicho, con la brujería, como lo oyes. Porque, cáete muerta, ése fue el primer baldazo de agua fría que recibí : no vamos a vivir en la Villa Militar ni a poder juntarnos con las familias de los oficiales. Ni más ni menos. Y eso es terrible para la señora Leonor, que traía grandes ilusiones de hacerse amiga inseparable de la esposa del comandante de la Quinta Región y darse pisto como se daba allá en Chiclayo por ser íntima de la esposa del coronel Montes, que sólo les faltaba meterse juntas en al cama a las dos viejas (para chismear y rajar bajo las sábanas, no seas mal pensada). Oye ¿te acuerdas del chiste ese? Pepito le dice a Carlitos ¿quieres que mi abuelita haga como el lobo?, sí, quiero, ¿ cuánto tiempo que no hace cositas con el abuelo, abuelita? ¡Uuuuuuuuu! Lo cierto es que con esa orden nos han requetefregado, Chichi, porque las únicas casas modernas y cómodas que hay en Iquitos son las de la Villa Militar, o las de la Naval, o las del Grupo Aeronáutico. Las de la ciudad son viejísimas, feísimas, incomodísimas. Hemos tomado un en la calle Sargento Lores, de esas que construyeron a principios de siglo, cuando lo del caucho, que son las más pintorescas, con sus fachadas de azulejos de Portugal y sus balcones de madera; es grande y desde una ventana se ve el río, pero, eso sí, no se compara ni a la más pobre de la Villa Militar. Lo que más cólera me da es que ni siquiera podemos bañarnos en la piscina de la Villa, ni en la de los marinos ni en la de los aviadores, y en Iquitos sólo hay una piscina, horrible, la Municipal, donde va cuanto Dios existe : fui una vez y había como mil personas, qué asco, montones de tipos esperaban con caras de tigres que las mujeres se metieran en el agua para, con el pretexto del amontonamiento, ya te imaginas. Nunca más, Chichi, preferible la ducha. Qué furia cuando pienso que la mujer de cualquier tenientito puede estar en estos momentos en la piscina de la Villa Militar, asoleándose, oyendo su radio y remojándose, y yo aquí pegada al ventilador para no asarme : te juro que al general Scavino le cortaría lo que ya sabes (jajá). Porque, además, resulta que ni siquiera puedo hacer las compras de la casa en el Bazar del Ejército, donde todo cuesta la mitad, sino en las tiendas de la calle, como cualquiera. Ni eso nos dejan, tenemos que vivir igual que si Panta fuera civil. Le han dado dos mil soles más de sueldo, como bonificación, pero eso no compensa nada, Chichi, así que ya ves, en lo que se refiere a platita la Pochita está jodidita (me salió en verso, menos mal que no he perdido el humor ¿no?).
Figúrate que a Panta me lo tienen vestido día y noche de civil, con los uniformes apolillándose en un baúl, no podrá ponérselos nunca, a él que le gustan tanto. Y a todo el mundo tenemos que hacerle creer que Panta es un comerciante que ha venido a Iquitos a hacer negocios. Lo gracioso es que a mi suegra y a mí se nos arman unos enredos terribles con los vecinos, a veces les inventamos una cosa y a veces otra, y, de repente, se nos escapan recuerdos militares de Chiclayo que los deben dejar muy intrigados, y ya tendremos en todo el barrio fama de una familia rara y medio sospechosa. Te estoy viendo dar saltos en tu cama diciendo qué le pasa a esta idiota que no me cuenta de una vez por qué tanto misterio. Pero resulta, Chichi, que no te puedo decir nada, es secreto militar, y tan secreto que si se supiera que Panta ha contado algo lo juzgarían por traición a la patria. Imagínate, Chichita, que le han dado una misión importantísima en el Servicio de Inteligencia, un trabajo muy peligroso y por eso nadie debe saber que es capitán. Uy, qué bruta, ya te conté el secreto y ahora me da flojera romper la carta y volver a empezarla de nuevo. Júrame Chichita que no vas a decirle una palabra a nadie, porque te mato, y, además, no querrás que a tu cuñadito lo metan al calabozo por tu culpa ¿no? Así que muda y sin correr a contarles el cuento a las chismosas de tus amigas Santana. ¿No es cómico que Panta esté convertido en un agente secreto? Te digo que la señora Leonor y yo nos morimos de curiosidad por saber qué es lo que espía aquí en Iquitos, nos lo comemos a preguntas y tratamos de sonsacarle, pero tú ya lo conoces, no suelta sílaba aunque lo maten. Eso está por verse, tu hermanita también es terca como una mula, así que veremos quién gana. Sólo te advierto que cuando averigüe en qué anda metido Panta no pienso chismearte aunque te hagas pipí de curiosidad......”

Mario Vargas Llosa.
Pantaleón y las visitadoras.

Ilustración : Urko Ugarte.













Cajón de duendes





















Urko Ugarte. S/T. Técnica mixta sobre papel. 70 x 100 cm. 2005.